Ahora se va descomponiendo. Y aparecen sus fragmentos, como un rompecabezas hediondo. Pero lo que Lilita Carrió denunció hace años –esto es: que Néstor y Cristina Kirchner habían armado una asociación ilícita- hoy empieza a mostrar su ofensivo rostro a la diáfana luz del día.
Sin embargo esta particular modalidad, que sea un delincuente o un grupo de delincuentes el que se adueña del poder por voluntar popular, no debería asombrarnos a los argentinos, ya que los hemos elegido en numerosas, demasiadas ocasiones.
El último discurso de Perón está oficializado como el del 12 de junio de 1974, cuando habló de la “música maravillosa”. Pero, en realidad, el último lo pronunció cinco días después, frente a dirigentes sindicales. Entonces señaló que al enemigo (por entonces la guerrilla, que él había alentado años antes) “tenemos que erradicarlo de una o de otra manera. Intentamos hacerlo pacíficamente con la ley. Pero si eso no fuera suficiente, tendríamos que emplear una represión un poco más fuerte y más violenta también”. Con lo cual santificaba la labor de su lacayo, ministro y discípulo, José López Rega, que comandaba la organización criminal de extrema derecha denominada Triple A. Perón, con su genio político, no podía ignorar lo que funcionaba bajo sus narices.
Tampoco podía hacerlo su sucesora y esposa, “Isabelita”, que alentó sin disimulo la actividad delictiva de su genuino mentor: “Lopecito”. Durante su corto gobierno, la banda ensangrentó a la Argentina, con oficinas y armería domiciliadas en el ministerio de Bienestar Social.
Con consentimiento masivo, los militares dieron el golpe del 76 y convirtieron a parte de las Fuerzas Armadas en una asociación ilícita destinada a ejecutar un plan de aniquilamiento de la guerrilla y simpatizantes, que se llevó a cabo con método y sin piedad.
La refundación de la democracia trajo la excepción: un hombre honrado ocupó la primera magistratura y no mató, ni robó, ni se enriqueció. Rául Alfonsín logró conjurar golpes militares y reconciliar en parte a los argentinos.
Pero le sucedió Carlos Saúl Menem, sospechado de casi todo, aunque sólo condenado por el tráfico ilegal de armas a Ecuador y Croacia y por el pago de sobresueldos. Las penas las sigue eludiendo, amparado en sus fueros de senador.
Y a Menem le siguió De la Rúa, que fue escandalosamente sobreseído del escándalo de los sobornos a senadores para que le votaran una ley, luego de que varios de los implicados reconocieran ante periodistas su participación en el ilícito y uno de sus organizadores contara, paso a paso, cómo fue la operación.
Luego de unos interregnos, vino la familia Kirchner, cuyas actividades no relacionadas con el “crecimiento con inclusión social” están hoy siendo examinadas por la Justicia.
Hasta hora los únicos que han cumplido pena efectiva por sus crímenes han sido los militares.
Eso evidencia que, como los italianos que durante tanto tiempo prefirieron a Berlusconi o los nicaragüenses que eternizan a Daniel Ortega, a los argentinos nos caen simpáticos los malandras. Quizá porque constituyan el ejemplo extremo de la sacrosanta viveza criolla. O porque nosotros seamos bastante menos vivos de lo que pretendemos.
(Publicado en la columna Disparador de Clarín el domingo 10 de abril del 2016)